Cabe hoy preguntarse sobre el miedo, sobre lo que se debe y no se debe decir, o mejor, sobre lo que se puede y no se puede decir. En una democracia hay un miedo que no cabe, es el miedo a hablar, a decir lo que se piensa, a expresar libremente las ideas.
Los seres humanos hemos creado la democracia con un objetivo fundamental que no debemos cansarnos de repetir: limitar el poder. Para que ese imperativo sea real, es imprescindible que los ciudadanos tengamos la certeza de que tenemos derecho a disentir, a criticar y a denunciar, y debemos tener la seguridad de que esos derechos pueden hacerse efectivos a través de los medios de comunicación, todos, desde los impresos hasta las redes sociales.
La base de estos supuestos se ancla en un pacto esencial entre gobernantes y gobernados. El mandatario es elegido por la mayoría mediante el voto popular para administrar los intereses de todos por un determinado periodo, pacto cuyo lazo indisoluble es el Estado de Derecho.
El Estado de Derecho no es una abstracción, no es papel mojado y mucho menos parte de los “valores burgueses” o de las “coartadas de las élites neoliberales”. Es el cimiento fundamental de la libertad, porque la garantiza en el marco de reglas que aseguran el ejercicio de derechos y deberes de todos, porque son parte intrínseca del funcionamiento de una sociedad en todo tiempo. Su salud depende de la certidumbre y la credibilidad, de la idea de que los derechos fundamentales de los ciudadanos no serán alterados, limitados o francamente vulnerados por una institucionalidad que se hace para responder a los intereses de quienes gobiernan.
Cuando las reglas se cambian con gran facilidad, cuando los poderosos aplican el camino estrecho para los menos y el ancho para los más, la libertad se reduce de modo dramático. Los hechos son elocuentes. El poderoso gana una contienda electoral y exige entonces el respeto a su triunfo y basa en éste su legitimidad. Cuando es derrotado se niega a aceptar que puede haber perdido porque su propuesta está agotada y, por si fuera poco, deja entrever que encontrará los mecanismos para revertir el resultado adverso. Cuando se evidencian casos de corrupción graves en su gestión, su primera reacción es cortar el hilo por lo más débil y si esto no es suficiente, contraataca por la vía de la judicialización. Un arma letal. Lo que en el pasado era tarea de las armas, hoy es tarea del ministerio público y de los jueces.
Es curioso, pero los mismos que reconocen que el sistema judicial atraviesa uno de los peores momentos, no trepidan en usar ese mecanismo tan desacreditado para llevar adelante un barrido descarnado contra quienes cuestionan su poder discrecional. Discrecionalidad, ésa es la palabra que mejor se vincula con este tipo de poder. Discrecionalidad para acusar, advertir, amenazar si es necesario. Si un medio ejerce oposición se lo castiga bloqueando la publicidad estatal, acusando y desprestigiando a sus propietarios. Si un periodista denuncia a un gobernante, lo critica o menciona irregularidades en sus funciones que, cuando menos, exigen una respuesta aclaratoria, el resultado es un proceso judicial, un mandamiento de apremio. Se dirá que es un mecanismo legal permitido, sí, pero si alguien es “detenido preventivamente” ¿qué posibilidades reales tiene de ser sometido a un debido proceso?, ¿qué posibilidades tiene de que su “detención preventiva” no dure, por ejemplo, ocho años? Un periodista cruza la frontera para evitar ser detenido ¿porque es culpable o porque sus posibilidades de defensa legal son nulas o casi nulas?
¿Por qué razón un periodista debiera hacer conocer sus fuentes, instrumento esencial de un trabajo que permita la investigación y la denuncia contra el poder discrecional ?
Asumamos que una persona es sospechosa de haber cometido un delito y que amerita su citación a declarar para abrirle una imputación, ¿es aceptable su detención sin orden judicial? La detención preventiva ¿es una norma automática o requiere de una valoración honesta del juez de la causa? ¿Quien está detenido preventivamente debe ir a una cárcel de alta seguridad y tener restringidos sus derechos de expresión y comunicación? ¿En virtud de qué consideraciones un abogado defensor es acusado de un delito en el ejercicio de su tarea de defensa? ¿Cómo se lo tipifica? ¿Se detiene a un defensor por un eventual delito cometido cuando no estaba presente en su supuesta comisión por parte de su defendido?
Da la impresión de que estamos pasando de un derecho penal garantista a un derecho penal represor. La lógica esencial de acuerdo a la Constitución es que se presume la inocencia, que nadie tiene la obligación de declarar en su contra, y que, además, tiene derecho a una defensa cuyos alcances son muy amplios. Demostrar que la defensa ha incurrido en un delito sólo puede hacerse después de una investigación muy cuidadosa que pruebe ese extremo, sin perjuicio del derecho de éste a un proceso justo.
No es el poder el que debe protegerse de la libertad de expresión y del ejercicio pleno de ésta, es la sociedad, somos los ciudadanos los que tenemos el derecho de limitar la discrecionalidad del poder y de defender la aplicación justa de las normas que nos otorgan esa protección.
Hemos llegado otra vez a un momento complejo, el del debate sobre el miedo. Sobre quién quiere imponer el miedo y quién corre el riesgo de rendirse por el miedo. Podemos estar equivocados en nuestras ideas, pero tenemos derecho a expresarlas y tenemos derecho a interpelar al poder en el marco de lo que nos permiten las leyes, pero siempre que estemos seguros de dos cosas: que esas leyes son justas y que esas leyes serán cumplidas por todos.
El autor fue Presidente de la República.