El vendaval Filipo
Carlos Salazar del Barrio
Si los vendavales tuvieran nombre, como ocurre con los huracanes, alguno de ellos llevaría el de Filipo. No es difícil imaginarlo acudiendo agitado, con el aliento entrecortado y el cabello alborotado, al llamado de la sirena del sindicato de Siglo XX, “la sirena que lloraba a los mineros muertos” tras las masacres, o levantando en vilo a las asambleas clandestinas del Nivel 411 de interior mina, en plena represión militar. O también, si se quiere, en la quietud de la reflexión ideológica que precede a toda tormenta política.
Quienes lo conocían lo describían como un volcán, en estado de latencia o en plena erupción, dependiendo de las características del duelo dialéctico o de los interlocutores del debate asambleario. “Lobo estepario”, como lo definía Carlos Mesa, o simplemente “loco”, como se autocalificaba, Filipo siempre estaba al borde del estallido o en plena ignición, no sólo por la pasión con la que defendía sus ideas, de frente y sin tapujos, sino porque, como él mismo decía, a fuerza de vivir al límite, había perdido el miedo.
Con ese talante se enfrentó a las dictaduras, a los neoliberales y al Gobierno de “un proceso de cambio que no cambia nada”, a lo largo de 60 años de intensa vida política y sindical.
“Estos cojudos piensan que nos vamos a rendir, pero no saben contra quiénes están luchando”, me dijo refiriéndose a los militares el día que me lo encontré en la puerta de San Juan de Dios, a mediados de la década de los 60. Una hora antes había salido en libertad del Panóptico Nacional, en plena dictadura barrientista. Llevaba un pequeño atado de ropa debajo del brazo como único equipaje tras una larga estancia en San Pedro, víctima de una de las tantas intervenciones del Ejército en las minas.
“Invitame un café y un cigarrito, cojudo, y te cuento todo”, me dijo. No tenía un peso en el bolsillo y caminaba sin rumbo fijo. Fuimos por la avenida Camacho hasta el Café La Paz. Yo quería que me contara su experiencia en la prisión, pero como era su costumbre, durante la conversación, no habló de sí mismo, sino de la insurrección proletaria con la que soñaba y que, a su juicio, estaba a la vuelta de la esquina.
Filipo hablaba poco de su vida privada, porque, desde que se inició en la lucha social y política al salir de la adolescencia, vivió para militar y militó para cambiar una realidad que le parecía históricamente anómala y profundamente injusta.
De hecho, contra lo que pudiera suponerse, en sus extensas “Memorias de un combatiente” no existe un solo apunte sobre su vida privada ni sobre su abultada carrera sindical y política, pero sí una profunda reflexión sobre su evolución ideológica y la del movimiento obrero, que es, a su manera de ver, lo único que cuenta en la vida de un revolucionario.
Hijo natural de Celia Escóbar y hermano por parte de madre del ideólogo trotskista Guillermo Lora y del líder minero César Lora (además de Carmela, Betty y Gloria Lora Escóbar), Filemón nació en Uncía en 1936. Tuvo una infancia y una adolescencia difíciles, una época a la que él casi nunca se refería. Su vida, tal como la contaba, empezó a los 18 años, en 1953, cuando salió del orfelinato Méndez Arcos de La Paz, donde estudió la primaria y la secundaria. Fue cuando se acercó a su hermano César, por quien llegó a sentir verdadera veneración.
“César me recibió con un abrazo ya que yo había dejado el internado del Méndez Arcos, en el año 1953, porque había cumplido los 18 años de edad”, recordaría años después en su libro Semblanzas, donde dejó retazos de su propia biografía.
A César ayudó, entre 1953 y 1954, en las labores agrícolas de la finca de su padre, Enrique Lora, llamada Umirpa, “un pequeño latifundio” ubicado cerca de Panachi, a 60 kilómetros de Uncía. En esa época solía acompañar a su hermano a la feria de Wañuma, cerca de Poroma, arreando ganado para venderlo en Uncía, hasta que ambos, Filipo, primero, y César, después, recalaron en Catavi, cuando el padre de los Lora, debido a su avanzada edad, abandonó Umirpa para instalarse en Llallagua.
Poco después de salir del Méndez Arcos, en 1954, conoció y estrechó la mano de Juan Lechín, junto con un compañero, Jaime Romero, militante del Partido Comunista, en la plaza de Oruro. “Ustedes deben ser trotskistas o comunistas”, les dijo Lechín, al puro “olfato”, dejándolos perplejos. Tras criticar a comunistas y trotskistas, algo que el “maestro” haría toda su vida, les dio un consejo: si querían ser revolucionarios, debían ir a trabajar a las minas.
Y así lo hicieron. Filipo se presentó ante Sinforoso Cabrera, quien ejercía el cargo de Control Obrero del sindicato de Catavi, de la mano del padre de un amigo, para pedirle trabajo. De esta manera entró a la empresa de Catavi como “copajuro” de la sección de Bienestar. Su trabajo consistía en “limpiar las chimeneas de las casas de los altos empleados e ir a las canchas a recoger la siembra de papas para la empresa”.
Un año después, en 1955, los jóvenes Escóbar y Romero llegaron a la dirección sindical, como secretarios de Cultura y Actas, respectivamente, en una fórmula encabezada por Irineo Pimentel y Federico Escóbar Zapata, ambos comunistas, quienes se convertirían poco tiempo después en los líderes históricos de Siglo XX. “La izquierda, por vez primera, desplazaba al MNR de la dirección sindical”, recordaría Filipo.
La mina fue su hogar, el sindicato, su escuela, y César Lora, su maestro. A César lo tenía como referente y verdadero guía. No ocurría lo mismo con su otro medio hermano, Guillermo, líder del Partido Obrero Revolucionario (POR) e ideólogo del trotskismo, de quien siempre estuvo distanciado por razones políticas y, probablemente, también familiares, y a quien criticaba por haberlo “borrado” de su monumental “Historia del movimiento obrero”.
La represión de mayo de 1965 y el asesinato de César, ocurrido dos meses después, el 29 de julio, marcaron su vida y la del proletariado minero, porque empujaron a los sindicatos a la vida clandestina. En una multitudinaria asamblea realizada en el Nivel 411 de interior mina fue elegido, junto a Isaac Camacho, ambos trotskistas, al frente de la dirección clandestina de Siglo XX.
A partir de ese momento, ambos vivieron en interior mina, porque era “el único refugio seguro” y porque era “la única manera de estar en contacto directo con los propios trabajadores”, ya que para entonces, según recordaba Filipo, los campamentos mineros se habían convertido en “simples campos de concentración”, con “más soldados armados que mineros”.
A la represión de mayo y septiembre de 1965 se sumó la masacre de San Juan de 1967, con centenares de muertos y heridos. Entre fines de junio y principios de agosto de 1967, su compañero de partido y testigo del asesinato de su hermano César, Isaac Camacho, fue detenido, asesinado y desaparecido. Filipo fue confinado en el oriente. “Fueron los años más difíciles de mi vida”, me dijo en una ocasión, al recordar los “años de plomo” del barrientismo.
Vivió su momento de gloria en el congreso minero de Siglo XX, en mayo de 1970, como uno de los autores de la Tesis Socialista de los mineros, continuadora de la Tesis de Pulacayo, y la Asamblea Popular, instaurada bajo el gobierno del general Juan José Torres, en mayo de 1971.
Tras el derrocamiento de Torres, Filipo inició un largo proceso de autocrítica sobre el papel de la izquierda, incluido el de su propio partido, por no haber sabido distinguir las dos caras de la moneda, la democrática y la fascista, y haber caído en el ultraizquierdismo “al estilo de don Guillermo (Lora)”.
Filipo admitió que la izquierda se equivocó cuando sostuvo, en vísperas del derrocamiento del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que todo era preferible a que Víctor Paz Estenssoro siguiera en el Gobierno; al rechazar el cogobierno con Torres, pensando que la Asamblea Popular era un “sóviet” y que Torres era el “Kerensky nativo”, y al plantear la consigna “ni reformismo ni fascismo” durante el precario gobierno democrático de Hernán Siles Zuazo.
“Por no comprender el peligro del fascismo, contribuimos indirectamente a la instauración de las dictaduras militares en el cono sur del continente”, escribió en uno de sus libros. Como dijo Carlos Mesa, Filipo “percibió (con lucidez) los errores de una izquierda que parecía enamorada del suicidio”.
La reflexión llevó a Filipo a postular “la reciprocidad y la complementariedad entre opuestos”, en oposición a la lucha de clases, idea con la que llegó al Movimiento Al Socialismo (MAS), como mentor de Evo Morales, pero no logró convencer al líder cocalero. Así como admitió los errores históricos de la izquierda de la que fue parte, dijo que el peor que cometió en su vida fue “elegir a Evo”.
El autor es periodista
Si los vendavales tuvieran nombre, como ocurre con los huracanes, alguno de ellos llevaría el de Filipo. No es difícil imaginarlo acudiendo agitado, con el aliento entrecortado y el cabello alborotado, al llamado de la sirena del sindicato de Siglo XX, “la sirena que lloraba a los mineros muertos” tras las masacres, o levantando en vilo a las asambleas clandestinas del Nivel 411 de interior mina, en plena represión militar. O también, si se quiere, en la quietud de la reflexión ideológica que precede a toda tormenta política.
Quienes lo conocían lo describían como un volcán, en estado de latencia o en plena erupción, dependiendo de las características del duelo dialéctico o de los interlocutores del debate asambleario. “Lobo estepario”, como lo definía Carlos Mesa, o simplemente “loco”, como se autocalificaba, Filipo siempre estaba al borde del estallido o en plena ignición, no sólo por la pasión con la que defendía sus ideas, de frente y sin tapujos, sino porque, como él mismo decía, a fuerza de vivir al límite, había perdido el miedo.
Con ese talante se enfrentó a las dictaduras, a los neoliberales y al Gobierno de “un proceso de cambio que no cambia nada”, a lo largo de 60 años de intensa vida política y sindical.
“Estos cojudos piensan que nos vamos a rendir, pero no saben contra quiénes están luchando”, me dijo refiriéndose a los militares el día que me lo encontré en la puerta de San Juan de Dios, a mediados de la década de los 60. Una hora antes había salido en libertad del Panóptico Nacional, en plena dictadura barrientista. Llevaba un pequeño atado de ropa debajo del brazo como único equipaje tras una larga estancia en San Pedro, víctima de una de las tantas intervenciones del Ejército en las minas.
“Invitame un café y un cigarrito, cojudo, y te cuento todo”, me dijo. No tenía un peso en el bolsillo y caminaba sin rumbo fijo. Fuimos por la avenida Camacho hasta el Café La Paz. Yo quería que me contara su experiencia en la prisión, pero como era su costumbre, durante la conversación, no habló de sí mismo, sino de la insurrección proletaria con la que soñaba y que, a su juicio, estaba a la vuelta de la esquina.
Filipo hablaba poco de su vida privada, porque, desde que se inició en la lucha social y política al salir de la adolescencia, vivió para militar y militó para cambiar una realidad que le parecía históricamente anómala y profundamente injusta.
De hecho, contra lo que pudiera suponerse, en sus extensas “Memorias de un combatiente” no existe un solo apunte sobre su vida privada ni sobre su abultada carrera sindical y política, pero sí una profunda reflexión sobre su evolución ideológica y la del movimiento obrero, que es, a su manera de ver, lo único que cuenta en la vida de un revolucionario.
Hijo natural de Celia Escóbar y hermano por parte de madre del ideólogo trotskista Guillermo Lora y del líder minero César Lora (además de Carmela, Betty y Gloria Lora Escóbar), Filemón nació en Uncía en 1936. Tuvo una infancia y una adolescencia difíciles, una época a la que él casi nunca se refería. Su vida, tal como la contaba, empezó a los 18 años, en 1953, cuando salió del orfelinato Méndez Arcos de La Paz, donde estudió la primaria y la secundaria. Fue cuando se acercó a su hermano César, por quien llegó a sentir verdadera veneración.
“César me recibió con un abrazo ya que yo había dejado el internado del Méndez Arcos, en el año 1953, porque había cumplido los 18 años de edad”, recordaría años después en su libro Semblanzas, donde dejó retazos de su propia biografía.
A César ayudó, entre 1953 y 1954, en las labores agrícolas de la finca de su padre, Enrique Lora, llamada Umirpa, “un pequeño latifundio” ubicado cerca de Panachi, a 60 kilómetros de Uncía. En esa época solía acompañar a su hermano a la feria de Wañuma, cerca de Poroma, arreando ganado para venderlo en Uncía, hasta que ambos, Filipo, primero, y César, después, recalaron en Catavi, cuando el padre de los Lora, debido a su avanzada edad, abandonó Umirpa para instalarse en Llallagua.
Poco después de salir del Méndez Arcos, en 1954, conoció y estrechó la mano de Juan Lechín, junto con un compañero, Jaime Romero, militante del Partido Comunista, en la plaza de Oruro. “Ustedes deben ser trotskistas o comunistas”, les dijo Lechín, al puro “olfato”, dejándolos perplejos. Tras criticar a comunistas y trotskistas, algo que el “maestro” haría toda su vida, les dio un consejo: si querían ser revolucionarios, debían ir a trabajar a las minas.
Y así lo hicieron. Filipo se presentó ante Sinforoso Cabrera, quien ejercía el cargo de Control Obrero del sindicato de Catavi, de la mano del padre de un amigo, para pedirle trabajo. De esta manera entró a la empresa de Catavi como “copajuro” de la sección de Bienestar. Su trabajo consistía en “limpiar las chimeneas de las casas de los altos empleados e ir a las canchas a recoger la siembra de papas para la empresa”.
Un año después, en 1955, los jóvenes Escóbar y Romero llegaron a la dirección sindical, como secretarios de Cultura y Actas, respectivamente, en una fórmula encabezada por Irineo Pimentel y Federico Escóbar Zapata, ambos comunistas, quienes se convertirían poco tiempo después en los líderes históricos de Siglo XX. “La izquierda, por vez primera, desplazaba al MNR de la dirección sindical”, recordaría Filipo.
La mina fue su hogar, el sindicato, su escuela, y César Lora, su maestro. A César lo tenía como referente y verdadero guía. No ocurría lo mismo con su otro medio hermano, Guillermo, líder del Partido Obrero Revolucionario (POR) e ideólogo del trotskismo, de quien siempre estuvo distanciado por razones políticas y, probablemente, también familiares, y a quien criticaba por haberlo “borrado” de su monumental “Historia del movimiento obrero”.
La represión de mayo de 1965 y el asesinato de César, ocurrido dos meses después, el 29 de julio, marcaron su vida y la del proletariado minero, porque empujaron a los sindicatos a la vida clandestina. En una multitudinaria asamblea realizada en el Nivel 411 de interior mina fue elegido, junto a Isaac Camacho, ambos trotskistas, al frente de la dirección clandestina de Siglo XX.
A partir de ese momento, ambos vivieron en interior mina, porque era “el único refugio seguro” y porque era “la única manera de estar en contacto directo con los propios trabajadores”, ya que para entonces, según recordaba Filipo, los campamentos mineros se habían convertido en “simples campos de concentración”, con “más soldados armados que mineros”.
A la represión de mayo y septiembre de 1965 se sumó la masacre de San Juan de 1967, con centenares de muertos y heridos. Entre fines de junio y principios de agosto de 1967, su compañero de partido y testigo del asesinato de su hermano César, Isaac Camacho, fue detenido, asesinado y desaparecido. Filipo fue confinado en el oriente. “Fueron los años más difíciles de mi vida”, me dijo en una ocasión, al recordar los “años de plomo” del barrientismo.
Vivió su momento de gloria en el congreso minero de Siglo XX, en mayo de 1970, como uno de los autores de la Tesis Socialista de los mineros, continuadora de la Tesis de Pulacayo, y la Asamblea Popular, instaurada bajo el gobierno del general Juan José Torres, en mayo de 1971.
Tras el derrocamiento de Torres, Filipo inició un largo proceso de autocrítica sobre el papel de la izquierda, incluido el de su propio partido, por no haber sabido distinguir las dos caras de la moneda, la democrática y la fascista, y haber caído en el ultraizquierdismo “al estilo de don Guillermo (Lora)”.
Filipo admitió que la izquierda se equivocó cuando sostuvo, en vísperas del derrocamiento del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que todo era preferible a que Víctor Paz Estenssoro siguiera en el Gobierno; al rechazar el cogobierno con Torres, pensando que la Asamblea Popular era un “sóviet” y que Torres era el “Kerensky nativo”, y al plantear la consigna “ni reformismo ni fascismo” durante el precario gobierno democrático de Hernán Siles Zuazo.
“Por no comprender el peligro del fascismo, contribuimos indirectamente a la instauración de las dictaduras militares en el cono sur del continente”, escribió en uno de sus libros. Como dijo Carlos Mesa, Filipo “percibió (con lucidez) los errores de una izquierda que parecía enamorada del suicidio”.
La reflexión llevó a Filipo a postular “la reciprocidad y la complementariedad entre opuestos”, en oposición a la lucha de clases, idea con la que llegó al Movimiento Al Socialismo (MAS), como mentor de Evo Morales, pero no logró convencer al líder cocalero. Así como admitió los errores históricos de la izquierda de la que fue parte, dijo que el peor que cometió en su vida fue “elegir a Evo”.
El autor es periodista