-“Para que la Democracia levante vuelo,
primero tiene que echar raíces”-
Ramiro Calasich G.
ramiro.calasich@gmail.com
http://ramiro-calasich.blogspot.com
@RCalasich
¿De dónde viene
este caudillo, arrogante y carismático, con el verbo dudoso y enardecido, con
su prédica tóxica, sus amenazas apocalípticas y sus promesas infringidas? ¿De
dónde viene aquel de la conspiración oscura, de la trampa y la emboscada, de la
exaltación de la virtud de la intriga? ¿De dónde viene el opositor, armado de
crítica áspera y de ambición encendida, esperanzado en su turno de medrar del
mismo poder, bajo nuevas banderas raídas? ¿De dónde venimos todos, soberanos de
una Democracia que no conocemos y a la que sólo recurrimos para saciar algún
apetito roñoso? ¿De dónde? ¡Del pasado!
_________________
A diferencia de la liturgia oficial,
ruidosa en pompa y discurso, en Bolivia no asistimos a ningún proceso de cambio
que abra las puertas al esquivo progreso; todo lo contrario. El régimen
político actual, expresado en el gobierno y la oposición, concentra todos los
vicios de una cultura política pseudo-democrática, cuyas raíces se hunden en
polvorientas prácticas coloniales, y que nos persigue, como fantasma penitente,
desde 1825.
Convertido en extravagante máquina
del tiempo, el gobierno de Evo Morales ha enfilado rumbo seguro; su norte, el
pasado. En sus manos, las más abyectas y vetustas prácticas políticas se
persiguen, remiendan y reproducen, acompasadas por ideologías esotéricas y
despiadadas. La oposición, conservadora y estéril, se muestra melancólica,
mascullando el ensueño de la restauración. El saldo provoca desaliento: el
presente parece ser sólo una tradición que continuar, jamás un futuro a
realizar.
Antes que revivir el pasado, por
interés timador o por afán depravado, hay que tener la entereza de asimilarlo,
con sus luces y sombras, pues es la única manera de trascenderlo, de una vez.
LA DEMOCRACIA
CORTESANA
Del seno de la Real Audiencia de
Charcas, Bolivia nació a la vida independiente como un Estado republicano,
asentado en los pilares de la Democracia Representativa. Sin embargo, si en
apariencia Bolivia daba sus primeros pasos a la sombra de postulados liberales,
su consolidación estaba lejos de realizarse.
Al nacer, la economía se
caracterizaba por la coexistencia de dos formas de producción, una
precapitalisla –la más importante-, expresada en el latifundio, la comunidad
campesino-indígena y los talleres artesanales; y otra capitalista, hondamente embrionaria,
vinculada a la producción minera y a los talleres textiles (obrajes). Luego de
16 años de cruenta guerra, esta economía, de rostro combinado, mostraba señas
de extenuación y abatimiento.
En el plano social, si bien
indígenas, mestizos y criollos rebeldes habían sido activos protagonistas en el
desmoronamiento del régimen colonial, no lo fueron en el proceso de fundación
de la nueva República. Contrariamente, el nacimiento del nuevo Estado fue iniciativa,
tenaz y sombría, de la aristocracia terrateniente, la cual migró al bando
patriota ante la inminente derrota de las huestes realistas, a cuya sombra
había existido.
Mientras los libertadores se afanaban
por conducir a tientas a la nueva República por senderos liberales, incluso
hacia la formación de una gran confederación de las naciones recién libertadas,
la aristocracia terrateniente, erigida como clase dominante, era ajena a estas
aspiraciones, debido a que afincada sus intereses en el latifundio y la
servidumbre; el régimen democrático le era tan ajeno como los sueños
continentales de Bolívar.
De esta forma, la ausencia de una
clase social que materializara el sueño liberal del Estado Nacional (la
burguesía), abrió las puertas a una contradicción que marcaría a fuego la
historia de Bolivia: la existencia de un régimen democrático formal y la
presencia de una clase dominante extraña a todo principios democrático, la cual
apelaría a la Democracia sólo para legitimar su control abierto o embozado del
poder.
Pronto, la negativa de la
aristocracia terrateniente de participar del sueño liberal se transformaría en
conspiración y luego en levantamiento explícito. Al final, los libertadores
terminarían expulsados; la aristocracia criolla se afianzaría en el poder,
dando origen a un régimen excluyente, caracterizado por la lucha de facciones y
la acomodación del régimen democrático a sus propios intereses.
El hecho trascendental fue que, al
nacer y en los primeros años, en Bolivia se moldeó una cultura política que
combinó particularidades de la práctica política liberal, importada por los
libertadores, y de la práctica política colonial, dándose origen a una cultura
política liberal-colonial, expresada en una Democracia deformada, usada desde
entonces para legitimar intereses de los poderosos de turno: la Democracia
Cortesana.
La conclusión inevitable es que, desde
siempre –y hasta hoy-, en el país se ha conspirado contra cada uno de los
principios que perfilan un verdadero régimen democrático, hasta convertir a la
Democracia en espectáculo pueril, una deslucida ficción, un espejismo maltrecho.
La diferencia con el presente es que ahora esta profanación se practica con
sigilosa pulcritud y con ostentosa alevosía.
¿Cuáles son estos principios,
vilipendiados por tradición, y ahora envilecidos por convicción? La respuesta
no sólo intenta describir cómo cada uno de ellos ha sido y es pervertido por
gobernantes y gobernados, busca además desmenuzar las bases de la Democracia,
las mismas que deberían servir como adhesivo para la formación de un verdadero
movimiento de unidad democrática que ponga un alto al inveterado desgobierno y
nos conduzca por sendas de libertad y progreso.
Abordar los pormenores de la
Democracia, no es empeño fácil, acechan los sesgos ideológicos y las
imprecisiones, pero es algo que se debe encarar con el apremio de lo ineludible;
así que es preferible asumir el riesgo del aporte, aunque sea a vuelo de pluma,
pero con rectitud e independencia.
1. EL PUEBLO SOBERANO
La Democracia es un sistema de gobierno y de
organización del Estado en el que la soberanía reside en el pueblo. Es decir, y
valga la redundancia, en Democracia el pueblo es el soberano.
Este principio implica un hecho que habitualmente
pasa desapercibido. Para ejercer su condición soberana, el pueblo tiene primero
que asumir consciencia de que es el soberano y luego desarrollar ciertas
competencias que le permitan desempeñarse como tal. Sin duda, este proceso no
se desarrolla por generación espontánea, sino que es, o debe serlo,
consecuencia de una cuidadosa y planificada labor educativa. No es para menos,
una Democracia asentada en un soberano ignorante de su rol está destinada al
desvarío.
Debido a que el ejercicio de la soberanía
requiere de cierto criterio y capacidad, quienes ejercen la soberanía son
aquellos individuos mayores de edad, depositarios de competencias, responsabilidades
y derechos, y a quienes se conoce como ciudadanos.
Así, la constitución de la ciudadanía
implicaría la existencia de dos escenarios: 1. La formación de la “Ciudadanía En
Sí”, o la conversión del individuo en ciudadano formal a partir de alcanzar la
mayoría de edad. 2. La formación de la “Ciudadanía Para Sí”, o el desarrollo de
consciencia de ciudadanía -de ser el soberano en ejercicio- y de las responsabilidades
y derechos que ello implica (otra vez: fenómeno que sólo puede ser resultado de
la educación del individuo).
En una sociedad marcada por el atraso y por el
cultivo de la Democracia con fines utilitarios, la formación de ciudadanos “para
sí” fue y es una tarea ausente. El resultado es pavoroso: un régimen
democrático formado únicamente por ciudadanos formales (en sí), lejos de toda
acción consciente sobre deberes y derechos (para sí). De este hecho se
desprende una pregunta temeraria: si en la Democracia la soberanía recae en el
pueblo, ¿cómo puede existir un régimen democrático si el ciudadano no tiene
idea de que es el soberano? La respuesta estremece: sólo existe como simulacro.
La ausencia de una “Ciudadanía Para Sí” –de un
soberano que se sabe y valora como tal- dio nacimiento a dos fenómenos
igualmente infaustos: 1. El uso de la ciudadanía formal (“en sí”) para la
legitimación del poder, incluso contra sus propios intereses, al amparo de su
exigua formación sobre su condición soberana que la empuja a habilitar
gobiernos espurios a través del voto estimulado, carente de información/formación.
2. La formación de una ciudadanía deformada, caracterizada por la vocación
acreedora y rentista; dueña exclusiva de exigencias –que no son lo mismo que
derechos-, es renuente a asumir responsabilidad con el conjunto de la sociedad
y con cada uno de sus sectores.
2. LIBERTAD E IGUALDAD
El pueblo soberano se halla constituido por
individuos libres e iguales.
En sociedades premodernas, la sociedad se caracterizaba por la subordinación de la individualidad a
toda clase de expresiones corporativas: estamentos, gremios, órdenes
religiosas, comunidades, etc.; la vida civil sólo era posible a condición de
pertenecer a algún tipo de comunidad o de ser súbdito de algún señor o del
propio monarca; esta relación de pertenencia implicaba ausencia de libertad
individual y sumisión ante la arbitrariedad.
El tránsito a la modernidad se
asentó, principalmente, en la reivindicación de la individualidad, basada en la
subordinación y la igualdad ante la Ley, a fin de garantizar los derechos
mínimos y la realización plena del individuo (proceso conocido como individuación).
Al nacer
Bolivia, y ante la presencia de una economía combinada -en la que coexisten un
pequeño núcleo de modernidad y una amplia base de atraso-, el paso hacia la
individuación o autodeterminación individual, se produjo a medidas, incluso en
grandes sectores de la sociedad, aquellos asentados en prácticas económicas
premodernas, el ser humano sigue definiéndose en base exclusiva a su
pertenencia a una determinada comunidad.
Así, incapaz de erigirse sobre su
propia individualidad, angustiado por una realidad borrosa, inestable y
conflictiva, carente de una institucionalidad democrática que le otorgase
seguridad y confianza, al nacer Bolivia el pueblo prematuramente abdicó de su
potestad soberana, para abandonarse en los brazos de un ser aparentemente
esclarecido, capaz de dar luz allá donde reinaba la oscuridad: el caudillo
(populista o elitista), a
cambio de que éste le confiscase el espíritu y la libertad. Desde entonces, y debido al persistente atraso, este hecho se mantiene
inalterable, no sólo porque la acción política se la entiende como el perenne
exhibicionismo del caudillo, sino también por la obstinada búsqueda ciudadana
del padre protector.
Si en la base de todo el sistema democrático se halla el pueblo
soberano, es decir, la comunidad de individuos libres -titular del poder-, y
que de sus acciones depende la constitución y estabilidad del Estado y de sus
poderes, queda claro que la piedra angular de la Democracia es –o debería
serlo- la existencia de individuos no sólo libres sino competentes para asumir
su papel y luego para desempeñarlo.
De ello se desprende que la libertad, aquella capacidad de
autodeterminación que nos cobija y que da vida a la soberanía popular, se
asienta en tres dimensiones esenciales:
Libertad de pensamiento. Capacidad para pensar con autonomía, sin
ningún tipo de influencia externa que impida la incubación de pensamientos
propios. Aunque resulta obvio, generalmente se pasa por alto que para actuar,
en cualquier sentido y de cualquier forma (votar, comprar, opinar, protestar,
etc.), el individuo experimenta primero, generalmente de forma inconsciente, un
complejo proceso neurofisiológico al que llamamos pensar. Aunque resulte
doblemente obvio, el proceso de pensamiento, en el que finalmente se asienta la
libertad, es un fenómeno exclusivamente individual: no existe pensamiento que
emane de colectivo alguno, menos del griterío de la muchedumbre, hecho que no
niega que el pensamiento individual se nutre en la interacción. La libertad de
pensamiento supone, además, el derecho a cambiar de opinión; ahí radica, por
ejemplo, el derecho a dejar de pensar como la mayoría, para asumir como propia
la opinión de la minoría, o viceversa.
Libertad de expresión. Es la continuación natural de la anterior.
Es el derecho a expresar los pensamientos propios, sin restricción alguna (sólo
aquella contemplada por la ley), libre de todo intento de manipulación o
intimidación.
Libertad de acción. Nace de la secuencia de las dos
anteriores. Se trata del derecho a actuar en concordancia con los pensamientos
concebidos y expresados, siempre al amparo del Estado de Derecho. Actuar
libremente significa actuar por uno mismo, no por coacción externa. Participar
es moverse por sí solo, por convicción, no ser acarreado ni movilizado por
otros. En tiempos en los que se exalta las virtudes de la participación
ciudadana, entendida como proceso que puede iniciarse en la expresión y
prolongarse en las acciones de hecho, debe recordarse que si no se halla
precedida por el ejercicio consciente de la libertad de pensamiento
(información/formación), ésta se reduce a meras acciones errabundas,
generalmente manipuladas, fachada estéril de la que se alimenta todo
manipulador.
En síntesis, la presencia de la libertad se expresaría en la existencia
de personas con pensamientos propios, expresión libre y actuar consecuente. Sin
embargo, la realidad dista en mucho de alcanzar este postulado. No se puede
esconder que, la mayor parte de las veces, los ciudadanos actuamos con una
incultura sobrecogedora en lo referente a los asuntos públicos, sembrada desde
afuera y/o cultivada desde adentro. No otra cosa expresa el hecho que, de
espaldas a toda noción de libertad, lejos de nuestro papel de titulares del
poder, con asombrosa frecuencia nosotros, el pueblo soberano, nos entregamos
sin decoro a caudillos de temporada, de los más dispares y disparatados
pelambres ideológicos, quienes asoman su ambición en momentos de desesperanza,
para mostrarse como los redentores largamente esperados.
3. CONSENTIMIENTO
En esencia, la Democracia es un régimen de
consentimiento: el pueblo soberano “consiente” ejercer su soberanía a través de
representantes y de mecanismos de participación (directos e indirectos).
Este “consentir” implica la existencia de
consciencia de que se es el soberano, primero, y que para ejercer ese rol vital
debe elegir a representantes idóneos y/o participar de forma razonada.
Sin embargo, desde su nacimiento, la
Democracia –deformada por la pervivencia del atraso- mantuvo lejos de toda
participación competente (consciente), y en silencio, a sus propios ciudadanos.
Con una Democracia coja y una ciudadanía muda, las clases dominantes que se
fueron alternando, hasta nuestros días, apelaron a fabricar el consentimiento
ciudadano mediante el uso de una herramienta tan inefable como efectiva: la
demagogia, práctica política destinada a inducir a la acción (votar, marchar,
matar, morir, etc.) a través de la manipulación emocional (persuasión) y del
bloqueo de toda acción racional (desinformación); verdadera arma de distracción
masiva, tan letal como las otras. El objetivo final del demagogo, de ayer y de
hoy, es simple y ladino: fabricar una realidad a imagen y semejanza de las
aspiraciones ciudadanas.
Si en los primeros años de la
República para la fabricación del consentimiento se apelaba a la arenga y al
libelo (era suficiente, debido a que quienes votaban eran apenas unos pocos), a
partir de la segunda mitad del siglo XX se hizo mucho más efectiva, debido al
uso de los medios de comunicación. Este fenómeno llegó a su máximo grado de
perversión en los gobiernos neoliberales, los cuales trasladaron la lógica del
mercado a la arena política: la ciudadanía devino en “mercado político” al que
debe sondearse –no consultarse- a fin de conocer sus aspiraciones -no sus
opiniones-, información usada luego para fabricar y presentar programas y
candidatos que ilusoriamente respondan a esta “demanda”, aunque luego se haga o
se deshaga en sentido contrario.
Pese a sus arrebatos antineoliberales,
el actual régimen usa exclusivamente, y con frenesí, las más refinadas
estrategias del marketing político, estimulando en la ciudadanía, una y otra vez,
toda la gama de emociones -principalmente el miedo- para mantener viva la
desesperanza, y por tanto el apego al caudillo, y el temor de pensar con alguna
independencia.
Esta práctica de “neoliberalismo
político”, se halla sazonada con verdaderas e inefables prácticas coloniales. La
más conspicua: hoy más que nunca la política deviene en espectáculo, en pompa y
dramatización pública, hechos característicos del mundo colonial. La base de la
gestión pública no es la eficiencia, sino más bien el manoteo extremo del
simbolismo, de la ceremonia y del rito.
Pero el gobierno actual no sólo echa
mano de estas armas, sino que las supera. Como nunca antes, con aséptica
felonía, se ponen en escena complejos espectáculos dramáticos en forma de spots
y concentraciones masivas, con el objetivo de aborregar al individuo, negándosele
el derecho a la individualidad. Así, el lenguaje discursivo y visual convierte
a la acción política en simulación y dramaturgia, cuyos protagonistas sólo
pueden existir en uno de dos destinos: la santidad o la infamia.
Al final, el resultado ha sido –y es-
una ciudadanía que no consiente delegar su soberanía, sino que es forzada, con
sinuoso disimulo, a comulgar en el altar del simulacro político.
El hastío frente a este hecho
explicaría las frecuentes explosiones ciudadanas que estremecen al país
–incluso a diferentes regiones del mundo- y que, al ser inconscientes y no
tener destino cierto, son rápidamente embaucadas por grupos y caudillos que las
embozan y adormecen, hasta el siguiente estallido.
El hecho que despierta mayor
preocupación es que sectores de la oposición, feroces en el discurso contra el
actual gobierno y a favor de la Democracia (si es sincero, es muy reciente),
apelan a las mismas herramientas –lo hicieron antes cuando florecían en el
poder-, mostrándose que también habitan en el pasado. De ahí que no sea casual
que unos y otros prioricen la propaganda como vehículo de relacionamiento con
la ciudadanía, dejando a un lado todo contacto e interacción.
4. ELECCIÓN/SELECCIÓN
En los procesos electorales, el pueblo delega
su soberanía a representantes a quienes elige mediante el voto.
Este principio explica que toda elección
implica un proceso de descarte: se escoge a uno y se descarta a otro u otros.
Este hecho supone que el ciudadano escoge, es decir, selecciona a una de las
opciones contendientes. Para realizar esta selección, el requisito
indispensable es contar con la información suficiente, y la formación básica,
para que el votante pueda identificar las diferencias entre unos y otros.
Sin embargo, la realidad dista en mucho del
ideal. Con la Democracia reducida a juego simbólico, en el que cada partido se
esmera por posicionar, emocionalmente, a su caudillo a través de hábiles
campañas propagandísticas, el ciudadano rinde su raciocinio ante la abrumadora
aplanadora mediática, plagada de simplismo y sensiblería, y concluye votando
por quien, “en apariencia”, responde a sus aspiraciones. No selecciona: ello
supondría un ejercicio racional que le permitiría comparar y contrastar las
opciones en juego; al no contar con los insumos para tan importante labor, sólo
vota, y a ciegas.
Este hecho plantearía que la legitimidad que
emana de las urnas puede ser trucada, y con facilidad. Basta conocer que el
cerebro de todo individuo funciona por defecto en modo emocional –no racional-,
y que el raciocinio disminuye aún más en presencia de la propaganda o de la efervescente
masa, para luego echar mano a las devastadoras armas de la demagogia
(persuasión y desinformación) a fin de presentarse como la respuesta esperada.
5. PARTICIPACIÓN CIUDADANA
La participación ciudadana tiene el objetivo
de influir en los asuntos públicos, a través de mecanismos directos, como las
asambleas o las acciones de protesta, o de mecanismos indirectos, como el
referendo. Para cumplir tan delicada labor, la población requiere de la
información/formación necesaria para actuar de manera consciente.
Si bien la participación directa es
efectiva en ámbitos reducidos, como una asamblea, no lo es en condiciones mucho
más amplias, por dos razones: 1. Mientras la cantidad de personas aumenta, la
individualidad tiende a declinar, limitándose la posibilidad de la acción
racional, propia y exclusiva de los individuos. 2. El proceso de masificación
directa es el escenario ideal, y favorito, del demagogo, quien congrega a su
rebaño con dos objetivos: aborregar al individuo, impidiendo su discernimiento
individual al calor de sentir una aspiración compartida, y bañar de legitimidad
sus arbitrarias o descarriadas acciones. Si a ello se suma la ausencia de
información sobre los temas a tratar, algo que también se planifica con incivil
insolencia, la conclusión es funesta: la masa, negación de la individualidad, se
constituye en cómplice de su propio sometimiento.
Con relación a la participación
indirecta, principalmente a través del referendo o la consulta, ocurre lo mismo
que con las concentraciones masivas: se la presenta como un avance en la
Democracia –sin duda que lo es-, al tiempo que se la apuñala por la espalda al
arrebatarle su condición esencial: información imparcial, oportuna y veraz. Sin
ésta, es imposible que la ciudadanía pueda expresar su opinión, por la obvia
razón de que no la tiene, por lo menos una opinión racional formada a través
del análisis de las opciones a dirimir, no por la atroz acción manipulativa de
los hacedores de la ficción política.
6. REGLA DE LA MAYORÍA
El pueblo soberano elige/selecciona a sus
representantes en comicios libres y universales, mediante la Regla de la
Mayoría: gana la mayoría, se respeta a la minoría y se gobierna para todos.
Bajo este principio, los partidos ponen a
consideración de la ciudadanía sus programas y los candidatos capaces de
materializarlos (en ese orden). En un proceso de convencimiento racional, las
tendencias existentes al interior de la ciudadanía se inclinan en favor de
determinadas opciones. El gobierno que se erige del voto mayoritario asume el
poder político como gobierno de todos, respetando la voz disidente.
La regla es simple, como es simple
quebrantarla. Basta con asentarse en la tendencia mayoritaria ciudadana y
aparentar que se la representa, incluso puede que se la represente sin
disimulos ni estafas. Al final, no importa si la inclinación mayoritaria sea o
no ecuánime, lo que vale, para ganar, es decir lo que la gente quiere escuchar.
Es el cinismo puesto al servicio de la toma del poder.
El paso siguiente es igualmente perverso: ostentar
haber nacido del seno de la mayoría, para desoír, peor aún, para acallar a la
minoría derrotada. El resultado: un gobierno que sólo apela a la mayoría,
mediante la acción de una ruinosa maquinaria propagandística, para legitimar la
persecución de todo clamor que desentone con el libreto oficial; de mejorar sus
condiciones de vida, nada. Lo peor: confirmando su famélica formación
democrática, quienes se reclaman de la mayoría, aplauden dóciles la supresión
del “enemigo” (sin embargo, el ensueño cortesano toca a su fin cuando se osa
pensar con alguna autonomía: sobreviene la pérdida de mercedes y dádivas,
cuando no de la propia dignidad a través del ominoso y festivo linchamiento
mediático).
No es todo. Invariablemente, detrás del
escenario prefabricado de unos contra otros, los gobiernos antidemocráticos
esconden un secreto incivil: claman encarnar a la mayoría, cuando en realidad responden
a intereses taimados.
7. ESTADO DE DERECHO
Para evitar arbitrariedades y garantizar la
convivencia en libertad e igualdad, la Democracia presupone la existencia de un
Estado de Derecho –regido por la Constitución y las leyes-, al que se hallan
subordinados, en igualdad de condiciones, tanto gobernantes como gobernados.
Durante la colonia, y al amparo de la angurria
de poder y riqueza, cobró rango de institución el axioma “la ley se acata pero
no se cumple”, abriéndose las puertas a mayores iniquidades. Con el
advenimiento de la República, y tomando en cuenta la existencia de una
Democracia deformada e instrumentalizada, el respeto a la Ley se mantuvo
condicionado por los intereses de los poderosos de turno. Aquel axioma cobró
carta de ciudadanía. Así, y desde entonces, el Estado de Derecho es o no
respetado según las conveniencias de temporada.
El manoseo estructural del Estado de Derecho
tuvo su origen en los gobiernos militares que sembraron de iniquidades los
primeros años de la República. El modus operandi frecuente consistía en
legalizar cruentas asonadas golpistas, o impíos procesos electorales, con
nuevas cartas magnas que arropaban de legalidad la asunción indecorosa al
gobierno. Una vez en el poder, y con un Congreso amansado, se procedía a
promulgar normas rígidas e inexorables pero de aplicación arbitraria.
Con el gobierno actual, la irreverencia frente
al Estado de Derecho, además de continuar, adquiere formas extremas: no sólo
que no se lo respeta, a la usanza colonial, sino que se lo desmantela ante el
aplauso popular.
El primer eslabón de este pavoroso proceso fue
convocar a una Asamblea Constituyente con el objetivo modificar las bases
esenciales del Estado de Derecho, para abrir las puertas a un régimen
autoritario de apariencia democrática. Aquella Asamblea Constituyente,
mancillada por un sinnúmero de ilegalidades, se entregó de lleno a transcribir
un texto constitucional que llegó desde afuera y por la ventana (de cónclave
soberano, nada). El hecho emblemático fue que la nueva Carta Magna fue esbozada
en un recinto militar, ante el asedio popular cruentamente abatido, proceso que
fue seguido luego en otra ciudad, casi a escondidas, donde fue aprobado sin
siquiera ser leído, menos debatido, para luego ser modificado por un grupúsculo
clandestino que introdujo modificaciones esenciales a la sombra de la
ilegalidad. Finalmente, el documento fue puesto a consideración del pueblo, el
cual, guiado por una ignorancia imbatible –avivada por un manoseo inaudito-, lo
aprobó con mayoría abrumadora. De esta forma, fue ultimado el principio
democrático que establece que toda Constitución debería expresar la voluntad
general, no el deseo inducido y arbitrario de la mayoría ofuscada.
A la aprobación de la espuria Carta Magna, le
siguió, y le sigue, la promulgación de normas destinadas a facilitar la
concentración del poder y la persecución de opositores y críticos al gobierno.
Es decir, la deformación del Estado de Derecho abre las puertas a la
conculcación de libertades y garantías ciudadanas, dentro de un régimen de
traza democrática. El resultado: la justicia indistinguible de la revancha.
Estremecedor fenómeno: gobiernos democráticos devorando desde adentro, cual
cáncer terminal, la Democracia y la libertad que la alimenta, acción punible
que goza de la venia de sectores del propio soberano.
8. INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA
Para suprimir toda tentación autocrática, la
Democracia prevé la separación de éste en varias competencias (poderes) y
ámbitos geográficos, estableciéndose además sistemas de control, contrapesos y
un andamiaje institucional vigoroso y eficiente.
Sin embargo, la inveterada Democracia
Cortesana se asienta, invariablemente, en la supresión de este principio o en
su existencia meramente formal, lo que a la larga viene a ser lo mismo, hecho
que puede confirmarse a través de cuatro acciones (además de muchísimas otras):
vulneración de la independencia de poderes, sometimiento de las FFAA y de la
Policía, pérdida de la independencia sindical y reducción de los partidos
políticos a séquitos electorales.
a. Independencia de Poderes
Casi sin alteraciones, los gobiernos que se
han sucedido en el país han buscado, con todo éxito, el control de los poderes
públicos, las más de las veces a través de acuerdos partidarios que han loteado
los cargos públicos, expresión de la concepción patrimonialista del Estado y la
visión microscópica sobre la Democracia. El objetivo: el control total del poder,
a la usanza premoderna (colonial) o, más cerca, dictatorial, pero siempre
arropado por la apariencia democrática.
El gobierno actual no es la excepción, todo lo
contrario. Con premeditación y aséptica cirugía, se ha avanzado en la captura
de cada uno de los poderes del Estado, unas veces ha bastado sólo la sumisión
de sus propios miembros y otras se ha apelado a la participación desinformada y
manipulada de la ciudadanía, la cual se ha visto estimulada a actuar sin tener
idea alguna de lo que realmente estaba haciendo.
Pero la herida a la Democracia es más profunda
y doliente. Si los poderes del Estado han quedado desde siempre a merced del
gobierno, éste se ha visto sometido a la voluntad omnímoda del líder
providencial, elitista o populista: el caudillo, secundado por sus fieles
cortesanos.
Recordemos
que la estructura política monárquica y colonial se basaba en una relación de
reciprocidad entre el rey y sus vasallos. Mientras el primero tenía facultad de
otorgar y quitar, los segundos, reunidos en la Corte, exhibían sumisión a
condición de mantener ciertos privilegios.
Esta
relación monarca-corte pasó a la nueva República, casi sin alteraciones, en la
relación caudillo-corte, constituyéndose en la base de la Democracia Cortesana,
que hasta hoy sufrimos, en sustitución de la institucionalidad democrática.
Queda claro que en la Democracia
Cortesana, el caudillo no sólo envilece y suplanta las instituciones propias de
la Democracia, sino que expresa una escalofriante regresión de la sociedad a
tiempos premodernos, en los que primaban la arbitrariedad, la desesperanza y la
sumisión.
El hecho
sorprendente es que, cual museo viviente, las expresiones de la relación
caudillo-corte pueden ser estudiadas aún hoy en día, incluso con mayor nitidez,
debido a la orientación arcaica del actual régimen; curiosamente, también se
muestran, menos estridentes, en los partidos opositores.
Despotismo. Debido a que se sabe por encima de las
desesperanzas del ciudadano común, y que se halla arropado por el servilismo
propio del vasallo, un rasgo particular del caudillo es su talante despótico e
intolerante, a medio paso entre el paternalismo y el garrote; de ahí que sea
difícil creer que acciones importantes de su régimen no tengan su venia: nada
importante ocurre sin la aquiescencia del caudillo.
Esta tendencia atrabiliaria es una de las características del ejercicio
del poder que nos ha acompañado desde siempre. Su expresión más atroz: la confrontación
entre adversarios políticos es entendida como una misión guerrera; al
adversario, considerado el enemigo, le quedan sólo dos alternativas: rendirse o
pagar su osadía (persecución, encierro, descrédito e incluso la muerte). La acción
política reducida a una cruzada de beatos contra réprobos.
Patrimonialismo. Como en añejos tiempos coloniales, el
caudillo concibe al Estado como una prolongación, casi natural, de sus
posesiones, cuando no de sus ambiciones, de manera que dispone de todo, y de
todos, de forma arbitraria, festiva y manirrota. Las arcas nacionales son
sucursales legítimas de sus bolsillos, y de sus apetitos. Dueño del poder, el
caudillo –erigido en patrón-, dispone del Estado a su arbitrio, a fuerza de
compadrazgos, redes clientelares, alianzas familiares o de estrechas relaciones
personales.
Clientelismo
y Prebendalismo.
La concepción patrimonialista del Estado se asienta en la existencia de fuertes
lazos de reciprocidad entre el caudillo y su corte: protección a los
segundos, mientras ostenten sumisión y fidelidad –siempre volátil-, a cambio de seguridad, dineros y posesiones. Sobre la
fidelidad cortesana, no cabe duda que se trata de una vía segura de promoción, ascenso
personal y seguridad laboral. En general, el clientelismo y el prebendalismo
han estado vinculados a sectores vitales para la mantención del poder: valiosos
cortesanos, altos mandos militares y policiales, dirigentes sindicales, líderes
opositores, comunicadores, personajes influyentes, etc.
Equilibrio
de tensiones. Debido
a que detrás de la fidelidad al caudillo se encuentra el apetito personal de
cortesanos/as, no el apego a principios ni a programas pues éstos están
ausentes, la forma habitual en la que el caudillo mantiene su estatus es a
través de la promoción de pugnas por privilegios y prebendas al interior de su
propia Corte, hecho que impide la aparición de tendencias o figuras que
cuestionen o disputen su omnímoda presencia.
Sumisión
demostrada. Para ser
considerado miembro del círculo estrecho del caudillo, los cortesanos deben
cumplir un doble rol: primero, deben demostrar, de palabra y hecho, sumisión al
caudillo, sin importante si su propia dignidad queda en entredicho; segundo,
como “representar implica actuar en nombre del otro”, el cortesano impenitente debe
reproducir la relación de humillación con quienes se hallan por debajo en su
rango de jerarquía, de ahí que en toda repartición o estructura menor aparezcan
pequeños caudillos, quienes actúan con igual o mayor despotismo que el caudillo
al que emulan.
b. FFAA y
Policía
Con relación a las FFAA y a la
Policía, la cosa es seria. Al ser instituciones que detentan capacidad de
fuego, su poder queda fuera de dudas. De ahí la importancia que le otorgan los
caudillos al sutil arte de amansarlas, a través del control de sus altos mandos
a fuerza de dádivas y dudosas promociones. Incautadas, antes que cumplir las
misiones conferidas por la Constitución, estas instituciones se han visto
rebajadas a cumplir el indigno rol de guardia pretoriana al servicio del
caudillo.
El envilecimiento de ambas
instituciones se expresaría en dos fenómenos que avanzan en franca purulencia:
FFAA sin norte, ignorantes sobre su papel y sus acciones bajo un régimen democrático,
moldeadas únicamente para reprimir con feroz eficiencia toda asonada popular o
para prestarse a embustes que avivan sentimientos patrioteros y chovinistas,
tan arcaicos como la figura del propio caudillo; y una Policía viciada y
viciosa, eficiente para arremeter –abiertamente o a través de comandos de
sangre- contra opositores y manifestantes, pero incapaz de enfrentar la
criminalidad que crece y escala envalentonada ante la ausencia de policías que
apelen a la ciencia antes que al garrote inquisidor.
c. Independencia Sindical
Los sindicatos son agrupaciones de
trabajadores destinadas a la defensa y promoción de los intereses de sus
afiliados. Su objetivo se reduce, esencialmente, al resguardo de aspiraciones
particulares y concretas. Sólo en casos extremos, el sindicato asume la defensa
de intereses generales, es decir, políticos, hecho que lo enfrenta a los
poderes públicos.
Su particularidad más importante es la
independencia frente al empleador y al poder político, sin la cual sería
imposible defender el interés de sus agremiados o de otros sectores agredidos
por el poder público.
Desde sus inicios, primero guiados por
posturas anarquistas y más tarde marxistas, los sindicatos concibieron como
pilar vital de su existencia su independencia. Sin embargo, con la caída del
mundo estalinistas y el consiguiente desmoronamiento de los partidos de
izquierda que les otorgaban orientación y destino, los sindicatos iniciaron un
andar errático, siendo fácilmente capturados por ideologías amorfas que fueron
minando su importancia y efectividad en la canalización de sus demandas,
viéndose superados por acciones espontáneas que desembocaron en estallidos
populares sin norte ni conducción.
Sin duda, el más importante estallido popular
espontáneo y caótico ocurrió el 2003, cuando la efervescencia popular, avivada
por un hastío centenario, acabó con el gobierno de entonces, para luego ser
rápidamente ensillado por una ideología farolera y disforme que unía, sin pudor
intelectual, posiciones indigenistas, nacionalistas y estalinistas, dándose
vida al régimen actual.
Rápidamente, al tiempo que se procedía a
desmontar la institucionalidad democrática, los sindicatos se vieron cooptados
al amparo de mercedes y de la estrechez intelectual e ideológica de las nuevas
dirigencias. Pronto, y con el aplauso de bases y dirigentes, la independencia
sindical fue abolida de hecho, mientras los sindicatos se diluían en una bolsa
amorfa y dúctil a la que se vino a llamar “movimientos sociales”. Así, más de
un siglo de heroica y trascendental lucha sindical quedó sepultada por la
sumisión indigna al nuevo desgobierno, reeditándose la inefable práctica del
cacicazgo colonial, por la cual el cacique se constituía en vehículo directo
para el sometimiento de las comunidades indígenas.
d. Partidos políticos
Los partidos políticos son
agrupaciones estables y permanentes de ciudadanos en torno a un determinado
proyecto político. Tienen dos objetivos esenciales. 1. Garantizar el ejercicio
de la soberanía popular a través de la gestión del poder político (gobierno).
2. Garantizar la participación formada y orientada de la ciudadanía, mediante
su actuación permanente desde el poder o desde la oposición.
Invariablemente, los partidos
políticos democráticos se forjan alrededor de un programa, el cual da vida a
particulares estructuras orgánicas democráticas en las que el militante (ciudadano
políticamente organizado) juega un papel protagónico, y a liderazgos
alternantes. Sin embargo, el atraso terminó por devorar estos principios.
Desde siempre, y hoy más que nunca,
los partidos se han convertido en instrumentos al servicio de caudillos
autocráticos, debido a su carisma o a su poder pecuniario, mientras el
militante deviene en cortesano, súbdito al servicio del jefe.
Envilecidos, los partidos se lanzan
al ruedo político enarbolando la imagen del caudillo, erigida a dimensiones
sacras. Los programas no importan, y si existen es muy difícil encontrar
diferencias de fondo entre unos y otros; lo que importa es la toma del poder
por el caudillo y su corte, concebidos, por obra y gracia de la demagogia, en solución
providencial a todos los males.
Este hecho explicaría por qué los
partidos sólo operan en períodos electorales –abandonando su acción permanente,
sobre todo los opositores-, dejando a la ciudadanía sin orientación, menos
organización, a merced de la arbitrariedad de los poderosos. Al sólo servir de
herramientas electorales, los partidos políticos son incapaces de cumplir con
su función representativa, debido a que incumplen su rol esencial: contribuir a
la formación de la voluntad política, base del consentimiento del soberano. Al
mismo tiempo, al servir de escalera para la ascensión del caudillo al poder,
los partidos políticos impiden la formación de nuevos liderazgos que permitan
no sólo conducciones nuevas sino una acción más efectiva sobre la ciudadanía.
En este escenario, los partidos opositores
deberían entender que de su actuación permanente depende además la existencia de
otro principio democrático: la alternancia en el gobierno. Desde el llano, y al
encarnar un curso de acción distinto al del gobierno, su misión no sólo reside
en cuestionar errores o apoyar aquello que beneficie a todos, sino en ganar a
la ciudadanía a su particular visión del país.
Si el partido opositor sólo actúa en períodos
electorales, en los que manda la propaganda antes que la educación ciudadana, embarga
el pensamiento y la acción consciente de la ciudadanía en torno a los asuntos
públicos, impidiendo así que el pueblo pueda consentir la delegación de su
soberanía por voluntad propia.
Más aún. Si se trata de enfrentar a regímenes
autoritarios como el actual, invernar entre campaña y campaña, no sólo deja a
la ciudadanía a merced de la acción atrabiliaria del gobierno, sino que
favorece y refuerza toda iniquidad.
9. MÉTODOS DE LUCHA
En la lucha por el poder, contra el poder -cuando
éste vulnera derechos y/o desoye aspiraciones del soberano- o entre sectores de
la propia sociedad, la Democracia establece métodos de acción o lucha que se
asientan en el respeto a los derechos humanos y que se conocen como No
Violencia.
La No Violencia implica que en Democracia los
conflictos entre la sociedad y el Estado, o entre los propios ciudadanos, deben
resolverse de forma humanizada, evitándose causar daño, de palabra, obra u
omisión, a todo ser humano.
La acción no violenta opera en dos escenarios:
1. Aborda la solución de todo conflicto sin vulnerar los derechos de ninguna de
las personas involucradas, menos de terceros, buscando la solución más
aceptable para las partes en pugna, generalmente a través de acuerdos que
importen ceder en la aspiración del bien común; el diálogo de buena fe es el
insumo esencial, la mediación imparcial su herramienta más importante. 2.
Cuando la sociedad se enfrenta a tendencias autoritarias que apelan a la
imposición y a la violencia, usa métodos no violentos que afecten al desempeño
normal del poder (huelgas, desobediencia civil, no colaboración,
movilizaciones, boicots, etc.), sin que se provoque daño alguno a ninguna de las
personas de los sectores enfrentados, filosofía y acciones que fortalecen la
legitimidad de la lucha y que debilitan moral y socialmente a las tendencias afianzadas
en la arbitrariedad y la violencia.
Sin embargo, como en el resto de los
principios democráticos, éste es también un bien escaso. En general y desde
siempre –con mayor o menor disimulo-, desde el Estado (sometido al poder
político), se apela a la violencia, básicamente para acallar la voz disidente,
bajo diferentes recursos que muestran los múltiples rostros que adquiere el
envilecimiento de la institucionalidad democrática: judicialización de la
política, politización de la justicia, persecuciones ilegales, ejecuciones
sumarias, detenciones injustas, acciones represivas, etc.
No se puede dejar de señalar que el uso de la
imposición y de la violencia como instrumentos para la resolución de conflictos
es propio también de sectores ciudadanos. No son pocos los ejemplos de grupos
soliviantados que ganan las calles vulnerando el derecho al libre tránsito o a
la seguridad de quienes son ajenos al conflicto o de las propias fuerzas del
orden, inspirados por visiones también autoritarias que buscan imponer sus apetencias.
Bajo el régimen actual, no sólo que la
violencia se mantiene, sino que se perfecciona. Superando incluso a épocas
dictatoriales, en las que se debía caminar “con el testamento bajo el brazo”,
la sociedad es testigo de feroces masacres y enfrentamientos encarnizados,
siempre impunes, rodeados por la brutal duda de si fueron o no fríamente
planificados, que muestran que ante cualquier conflicto, la única acción
posible es el golpe de mano, precedido por el diálogo simulado y artero.
Siguiendo la orientación de mantener la
ficción democrática, antes de toda acción represiva, el actual régimen ha
protagonizado apasionadas apologías del diálogo, ya sea con sectores opositores,
disidentes o independientes. Empero, y en todos los casos, el diálogo terminó
en emboscada: quienes terciaron como interlocutores, además de aparecer en la
foto y el spot, terminaron perseguidos, encarcelados, o con la dignidad en
entredicho.
EPÍLOGO
En este instante, la existencia en Bolivia de una
pseudo-democracia no es consecuencia de la presencia de un régimen autoritario;
es a la inversa: existe un régimen autoritario porque vivimos en una pseudo-democracia.
La diferencia entre los gobiernos anteriores y el presente, es que los primeros
medraron al amparo de la Democracia deformada, mientras que en manos del
segundo, la Democracia se extingue sin siquiera haber vivido. De ahí que no
resulte exagerado señalar que el llamado Proceso de Cambio, bandera del
gobierno autoritario, ha demostrado ser, además de un experimento costoso en
vidas y pobre en resultados, aciago para la libertad y la Democracia.
Sin duda alguna, la causa del perenne
desgobierno se encuentra en el atraso que ha alimentado la vocación autoritaria
de las clases dominantes que se han alternado en el poder, las cuales han
cabalgado, según convenía, en la apariencia democrática o en la feroz opresión.
Sin embargo, esta afición autoritaria también ha sido y es compartida por la
ciudadanía, la misma que ha demostrado una inclinación incivil a apoyar regímenes
pseudo-democráticos de todos los matices ideológicos, incluso dictatoriales, a
cambio de obtener algún tipo de beneficio: de la tranquilidad mezquina al
rédito económico.
En esta situación, la visión meramente
electoral de la oposición favorece a la acción atrabiliaria del régimen
autoritario: no sólo que refleja el mismo apetito de ascender al poder sobre
los hombros de una ciudadanía enceguecida por la ignorancia de su rol soberano,
sino también por efecto del manoseo emocional de la propaganda electoral.
No me queda duda que la derrota del régimen
autoritario, guiada por los principios de la Democracia, no puede tener otra
tarea central que la toma de conciencia del ciudadano sobre su condición de
soberano. Toda acción que se impulse en esa perspectiva, debe tener como
objetivo despertar la “Conciencia Para Sí” de la ciudadanía, de manera que su
incultura en torno a su papel en Democracia no de vida a una una nueva ficción
de gobierno democrático o, peor aún, no permita que el actual gobierno haga realidad
el sueño del prorroguismo: el destino seguro sería el endurecimiento del
régimen autoritario, próximo a la autocracia. Dicho de otra manera: “Para que
la Democracia levante vuelo, primero tiene que echar raíces”. De lo contrario,
sería un banal intento de edificar en medio de un pantano. Más claro: ni
restauración ni continuismo: ¡Democracia!
En esa perspectiva, antes que definir o buscar
un “caudillo bueno” que termine con la pesadilla actual, los sectores
opositores, reunidos en partidos o desde la ciudadanía, tienen la tarea de
forjar un movimiento unitario en torno a los principios que dan vida a la
Democracia, sin concesiones. En estos instantes, cuando el autoritarismo
arrecia, tener como norte la erección de una alianza electoral, reduce la
defensa de la Democracia a una simple sumatoria de sombras y fantasmas. No debe
olvidarse que al frente no se tiene un opositor democrático que tercia por
ganar la representación del soberano, sino una tendencia autoritaria que busca
acabar con la Democracia, de manera que el maquillaje y el exhibicionismo
electoral, salen sobrando.
Además de asentarse en el compromiso por y con
la Democracia –sin poses ni engañifas-, tal movimiento debería concertar un
programa de transición que permita sentar las bases para el desarrollo, por
fin, de un régimen democrático vigoroso e indeleble; esbozar un programa
político que siente las bases para avanzar hacia el esquivo progreso; y poner
en pie una estructura que permita la acción creativa y activa, con y desde la
ciudadanía, a fin que sea la acción no violenta la que permita, ahora, frenar
al autoritarismo, y luego sellar su derrota en las urnas, a las que por fin
asistiremos con la conciencia de que somos el soberano, nunca más indignos y
ciegos vasallos.
No es momento para la mezquindad o la ceguera.
Llega la hora de entender que la Democracia no es una promesa o simple
apariencia, la Democracia es destino; y si Bolivia quiere ser, de verdad,
tendrá que ser democrática.