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domingo, 24 de junio de 2012

todo el país está en jaque. es ciertamente dramático y triste. Carlos Mesa nos brinda su testimonio de alto dignatario de Estado


La Policía amotinada. El hecho, desgarrador para nuestra sociedad, se produce por tercera vez en 12 años. Lo sufrieron el gobierno de Hugo Banzer en 2000, el de Gonzalo Sánchez de Lozada (del que formé parte) en 2003, y el de Evo Morales ahora. La ironía es que en una cuestión tan delicada se da una línea de continuidad entre los gobiernos mal llamados “neoliberales” y el actual, que está embanderado con la idea del cambio y la negación radical de cualquier nexo con el pasado.
¿Por qué este motín? Nominalmente —como en 2000 y 2003— por un aumento de salarios y condiciones más dignas de trabajo. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja y preocupante que esa demanda, justa ciertamente si nos atenemos a las cifras de salarios de los policías de base.
La razón estructural tiene que ver con una total destrucción de las instituciones de la Nación, que en la mayoría de los casos no ha sido resuelta con una nueva institucionalidad creíble basada en la ley, en los méritos, en la independencia y en la transparencia. La consecuencia inmediata es la anomia que campea en todos los ámbitos, apenas controlada por la fuerza de convocatoria de una persona que oculta cada vez menos una terrible realidad, el Estado se está cayendo en pedazos, es cada día más débil y cada día más susceptible de vivir acosado por presiones que se basan en la fuerza y no en la razón ni en la ley.
Si nos atenemos a la Constitución, está claro que este motín es un acto sedicioso que vulnera el imperativo de que la Policía “como institución no delibera ni participa en acción política partidaria”. Dado que es un cuerpo armado se le puede aplicar por analogía el Art. 245 referido a las FFAA: “Es esencialmente obediente”. Los responsables del amotinamiento debieran ser castigados con todo el peso de la Ley.
Pero está claro que esta situación no se resolverá con un eventual acuerdo y eventuales sanciones, porque este movimiento —con sus terribles y condenables excesos— es la respuesta a un manejo equivocado del Ejecutivo, que no ha cuidado ni forma ni fondo en su vínculo con la Policía. Una regla de oro en este caso es el respeto a la institucionalidad, las jerarquías, la rotación adecuada de sus jefes de acuerdo a trayectoria y méritos. Una responsabilidad ineludible es no descargar el peso de las decisiones políticas en quienes las ejecutan. Si el poder político instruye una acción policial (caso Caranavi o Marcha del Tipnis, por ejemplo), no es ni justo ni valiente descabezar mandos policiales, altos e intermedios sin asumir de entrada la esencia de la parte que les toca a las autoridades de Gobierno, más aún cuando se ha juzgado a sus antecesores por la toma de decisiones de la misma naturaleza.
Para nadie es un secreto que la Policía atraviesa una larga crisis (en nuestro gobierno establecimos una comisión independiente del más alto nivel para proponer respuestas de fondo, cuyo trabajo quedó trunco en cuanto llegó una nueva administración), requiere de un trabajo serio que debe basarse en algunas premisas elementales. No se puede tener una mejor Policía si se entiende que ésta es sostén del régimen y no la institución que garantiza el orden democrático ciudadano. No se puede continuar la vieja práctica de que la primera condición de sus jefes es su adhesión incondicional al partido de gobierno. No se puede insistir en las recomendaciones de miembros del partido como requisito para ingresar en la Academia de Policías (Anapol).
Una cuestión crucial, doblemente importante en el actual momento histórico, es resolver esa diferencia dramática entre quienes estudian en la Anapol y los “clases”, es decir policías cuya máxima aspiración es llegar a sargentos, que además son en su inmensa mayoría de origen indígena quechua y aymara. Discriminados por sus exiguos sueldos, mal formados y tratados con prepotencia por sus superiores y por buena parte de los ciudadanos.
Dada la responsabilidad policial en la lucha contra el narcotráfico se requieren blindajes contra la corrupción, difíciles de lograr, pero no imposibles. Se necesita fortalecer su preparación, establecer un tratamiento justo de compensaciones transparentes (no sólo salariales) y ser rigurosos en la exigencia de excelencia para sus integrantes.
Pero, de nuevo, este motín es la excrecencia de una grave enfermedad a la que hemos hecho referencia infinidad de veces. Nuestra sociedad está profundamente enferma y su enfermedad es de larga data. Si tres gobiernos totalmente distintos entre sí han enfrentado el mismo problema, está claro que hay tareas fundamentales que no se han hecho o que se han hecho muy mal. Las autoridades que hoy nos gobiernan tienen que entender de una buena vez que la retórica no alcanza, que los discursos de utopía no modifican la terca realidad.
El Estado boliviano está profundamente carcomido y puede venirse abajo. El Presidente sostiene con el simbolismo que aún posee un edificio débil y decrépito. Las instituciones democráticas no son un invento del liberalismo ni del poder pequeño burgués, son los cimientos indispensables de cualquier sociedad organizada.
No olvidemos además que sin Policía la sociedad se convierte en cuestión de horas en una selva incontrolable.  

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