Vistas de página en total

domingo, 12 de enero de 2014

Carlos Mesa reflexiona sobre los Derechos Humanos, las Naciones Unidas y los Estados que los asumen, suscriben las convenciones y luego no los respetan y aducen motivos baladíes para no cumplirlos, pretendiendo anteponer otros valores en una negación de los acuerdos vigentes

Cuando la Organización de las Naciones Unidas reconoció después de la Segunda Guerra Mundial, un conjunto de valores que sistematizó como “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, asumió que la sociedad mundial aceptaba la existencia de categorías que son comunes a todo el género humano. Esa aceptación que parecía entonces obvia, en el largo pasado era prácticamente inexistente y hoy, tras sofisticadas argumentaciones culturalistas, hay quien pone en cuestión.
El haber conseguido el reconocimiento de que hay valores a los que todos nos adscribimos y que todos nos comprometemos a respetar, marcó un salto cualitativo histórico e irreversible que debemos celebrar, aunque la realidad ponga en evidencia la frecuencia con la que esos derechos son violados. El horizonte, lo sabemos, siempre se mueve, ése es su secreto, que nunca lo alcanzaremos y por eso estaremos siempre en movimiento para intentar tocarlo.
Pero ocurre que frente a ese incalculable avance, algunas colectividades muy importantes del planeta han alzado en los últimos años la voz de la intolerancia al afirmar, por ejemplo, que no se puede hacer pública ningún tipo de reflexión que analice, critique, objete o cuestione la fe que una determinada comunidad tiene en Dios y en su profeta. Hacerlo es profanar creencias sagradas. Conclusión. La fe religiosa basada en una verdad revelada es para muchos el valor supremo, único e incuestionable. Nada ni nadie puede, a título de un derecho humano, poner en entredicho esa verdad, con lo que queda prohibido el ejercicio de la libertad de pensar y la libertad de expresar un pensamiento. Si esto es así, no existen valores universales, ni derechos humanos válidos para todos. Una fe religiosa, una tradición cultural, una cosmovisión particular, deben ser respetadas y estamos en la obligación de aceptar que sobre la base de esas visiones, es posible objetar la aplicación general de derechos que se consideran inherentes a la persona desde el momento de su nacimiento.
La idea esencial del humanismo basada en el respeto y, en consecuencia, en la aceptación del otro, es atacada desde la óptica de la realidad de culturas y modos de vida que, en virtud de la acumulación de una tradición, han construido patrones de conducta y códigos de comportamiento que aceptan como buenas cosas que la Declaración Universal mencionada categoriza como graves violaciones a los derechos humanos. Rápidamente se suma a esa teoría la afirmación directa o subliminal de que en realidad el texto de la ONU fue una imposición del eurocentrismo sobre el resto del mundo, en un momento en el que dominaba el colonialismo y la idea de que la conceptualización de lo universal era en realidad la consagración de la filosofía y la ética europea sobre todas las demás.
Estos son los derechos esenciales de los que hablamos: Todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos. Derecho a la vida, libertad y seguridad. La esclavitud está prohibida en todas sus formas. Derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Libertad de pensamiento y opinión. Todos son iguales ante la ley (en este caso la ley mayor de la especie humana, es precisamente la Declaración de DDHH).
Y lo más importante conceptualmente, esos derechos se ejercen sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
¿Son acaso imposiciones occidentales? ¿Se puede relativizar la fuerza incuestionable de ese reconocimiento a título de que hay civilizaciones y culturas en el planeta que coartan esos derechos porque su visión del ser humano y del mundo está supeditada a abstracciones suprahumanas que, irónicamente, justifican la humillación, la degradación y la esclavitud material o espiritual de quienes integran esas culturas?
Vale la pena no olvidar nunca que el texto que comentamos es inequívocamente una construcción de toda la colectividad humana, amasada en sangre, en la brutalidad sin matices, en la experiencia terrible y desgarradora de los asesinatos masivos perpetrados sin límites en incontables genocidios y masacres, muchos de ellos realizados con base en argumentos de una sofisticación estremecedora.
No se llegó al punto al que se llegó porque un grupo de países poderosos del hemisferio occidental impusieron esos criterios. No. Por eso hay que recuperar de manera intensa e inclaudicable la defensa de ese código de valores que transciende la afirmación de la diferencia que permiten decir: ‘’Yo no voy a aceptar esa imposición de Occidente que pretende hacerme vivir con valores que no son míos”.
Sí, hay valores universales que no pueden ni deben relativizarse, y menos descalificarse desde la etnicidad o el culturalismo.  La defensa de la otredad no puede ni debe nunca llegar a un punto tal que se olvide nuestra naturaleza, la humana, la que permite que todos seamos parte de una comunidad cuya palabra profunda e intensa es: Universal. 

El autor fue Presidente de la República
http://carlosdmesa.com/  

No hay comentarios:

Publicar un comentario