La fe, la más profunda y la más verdadera fe, explica todo lo que Jorge Siles fue como persona, como intelectual, como académico, como diplomático y como político. Fe vivida y trabajada, fe que lo traspasaba de un modo tal que era imposible separar sus convicciones católicas de su norte de vida.
No sólo creyó y dejó esta vida convencido de la trascendencia, tras un largo y doloroso camino hacia la muerte, sino que construyó el edificio de sus compromisos personales y públicos anclado en la reflexión y la práctica de aquello que no se explica, simplemente se vive.
Jorge, que me honró con su amistad y su consejo a pesar del cuarto de siglo que nos separaba generacionalmente, era por encima de todo un hombre de pensamiento. El agua en la que navegaba mejor era en la filosofía de la historia, en la convicción de que todo andar humano tiene un sentido en el que es no sólo posible sino imprescindible mirar la dimensión del espíritu a partir de la razón última de nuestro tránsito terreno. La historia como una forma de permanecer, el devenir cuya brújula está en el entramado ético, sólo explicable a través de la fe religiosa.
A Jorge le tocó vivir momentos dramáticos de transformación y cambio y fue capaz de pensar sobre ellos, resistir, afirmarse en sus valores independientemente de los vientos que soplasen. Es en esa consistencia de valores en la que estriba su grandeza. Pero no porque resistir sea un mérito en sí mismo, sino porque tuvo la fuerza para luchar por aquello en lo que creía en las condiciones más adversas, tanto como sumarse a causas victoriosas que le parecían las adecuadas para hacer de esta sociedad un espacio de convivencia más humano.
En Jorge Siles se halla el infrecuente rasgo de la plena unión entre el decir y el hacer. Recuerdo tantas veces en las que discutimos porque no coincidíamos sobre la valoración de algunos hechos de nuestra historia, porque no creía en el pacifismo ciego, porque estaba tan lejos de la idea del cambio como fórmula mágica para el bienestar; pero ese recuerdo está teñido de admiración por la profundidad de sus argumentos, por la serenidad de su razonar y sobre todo porque, a pesar de ello o quizás precisamente por ello, estuvo dispuesto a compartir conmigo un camino profesional más de una vez, como cuando –director del vespertino Última Hora– me invitó a acompañarlo como subdirector.
Hay un episodio de su vida que hoy me toca más que nunca. Cuando en 1987 aceptó la invitación del presidente Paz Estenssoro para hacerse cargo del Consulado General de Bolivia en Chile, para intentar un acuerdo con el vecino en el tema de nuestra mediterraneidad. Tomó esa decisión a despecho de su posición radicalmente contraria a Paz y a los gobiernos del MNR con los que había sufrido el duro trance del exilio. Entendió entonces algo que se comprendía poco, que por encima de cualquier consideración estaba un doble carácter, el de sumarse a una política de Estado, no de gobierno, y el de asumirse boliviano por encima de sus posiciones ideológicas. La analogía es obvia, pero no la traigo a colación por mi propia decisión personal en un tema equivalente, sino porque creo que allí se probó su entereza ante el vendaval de críticas que recibió de muchos de sus amigos por una lectura equivocada de las razones que lo motivaron.
Jorge fue ejemplar en lo que la palabra entraña, y la prueba de ello está en quienes más lo quisieron. Sus compañeras de vida, María Eugenia, mujer y cómplice de ruta intelectual y ‘Bebé’, quien le dio la fuerza de vivir y compartió plena con él los años difíciles del ocaso. Sus cuatro hijos, mi entrañable y grande amigo Juan Ignacio que tanto tiene de Jorge y sus nietos que –a pesar de ser hinchas del equipo equivocado– sienten por su abuelo respeto y admiración. No es fácil que en un abismo de años y un abismo de miradas diversas en este siglo vertiginoso, los nietos rodeen al abuelo en sus últimas horas y sientan que una parte de ellos se va con quien no perdió nunca el carisma de transmitir ideas con cariño paternal.
No importa si uno comparte o no la misma fe, no importa si discrepa, no importa si hay rasgos del carácter que pueden parecer anacrónicos. Importa una sola cosa, el alma y lo que el alma transmite. Por eso no es superficial decir que Jorge era un hombre bueno, porque eso es quizás lo más importante de todo, lo más infrecuente, lo más valioso. La bondad, tan devaluada hoy, es quizás la parte mayor de la grandeza de cualquiera y su llama se transmite a quienes toman la posta, a quienes la recogen y la llevan dentro de la carne para siempre.
Para el país queda el servidor público, el rector de la Universidad de San Andrés, el embajador, el escritor, el miembro destacado y presidente de academias como la de la Historia y la de la Lengua, el político combativo de “La Aventura y el Orden”, el crítico literario de la literatura del Chaco y el filósofo de “Ante la Historia”. Para mí queda el amigo y el guía cuyo corazón estará, como debe ser, bien adentro de las raíces de Bolivia.
El autor fue presidente de la República
http://carlosdmesa.com/
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