¿De qué se trata realmente el escándalo Soza-Ormachea? Se trata del Estado de Derecho, de la consistencia de la democracia, del funcionamiento de las instituciones republicanas, de la dimensión del poder.
Es curioso, pero desde las dos puntas de la situación del país suele responderse de manera similar. Si se vive una aguda crisis económica, problemas de desempleo y escasez, se afirma que el debate sobre la institucionalidad es un “lujo” que un país hambriento y pobre no puede darse. La gente –se dice– tiene que conseguir el pan de todos los días, no está para interminables discusiones de los políticos sobre asuntos que no llenan las ollas de comida de los necesitados… Si el país, por el contrario, vive en medio de la bonanza y el éxito económico, la reflexión es que al pueblo lo que le interesa es continuar así y que no van a ser los escándalos en el seno del Gobierno los que les preocupen o modifiquen su percepción de lo importante: que les vaya bien.
Se trata de un razonamiento chato y simplista, es una afirmación cínica que no hace otra cosa que contribuir al descrédito de la política y al desprecio por la importancia de la construcción de nuestros valores básicos. No hay un solo argumento que justifique el arrinconar en el desván el debate sobre la democracia, pero sobre todo la exigencia legítima e imprescindible de que se respete el Estado de Derecho. Sosa y Ormachea ratifican algo muy grave: un país que vive fuera de las normas que aprobó en un Referendo, un Gobierno que controla todo el poder de manera secante y que no tiene el menor interés en preservar las instituciones democráticas. Su debilitamiento o destrucción es, en realidad, la garantía de la concentración y el ejercicio del poder sin balance ni contrapesos, ni fiscalización de ninguna clase.
Es tiempo de reivindicar el esfuerzo que se hizo en el periodo 1982-2006 tan vilipendiado en virtud de sus dramáticos errores políticos y económicos. La estigmatización de esos años nos hace olvidar que instituciones como la Corte Nacional Electoral o la Defensoría del Pueblo (ejemplos emblemáticos), se convirtieron en entidades respetadas y claves para garantizar, por ejemplo, el contundente triunfo electoral de Morales en 2005 o la interpelación al poder sin restricciones. Se olvida la absoluta libertad de expresión traducida en medios de comunicación opositores que fueron respetados incluso en momentos dramáticos de inestabilidad. Se olvida el derecho de los afectados, sea por arbitrariedades, sea por retardación de justicia, de evitar la cárcel o de obtener la libertad. Se olvida que desde la oposición se abrieron juicios de responsabilidades contra exmandatarios que tuvimos que someternos al escrutinio de la justicia y del pueblo.
La nueva institucionalidad, la “liberadora y revolucionaria”, disfraza el autoritarismo, consagra el ejercicio discrecional de un Ejecutivo que maneja a gusto y sabor el ministerio público, bloquea cualquier posibilidad de investigar a quienes gobiernan en cualquiera de sus instancias. Sólo caen aquellos que el Gobierno decide sacrificar. Quienes ayer eran defendidos como adalides de la justicia y lucha contra la corrupción, cuando son descubiertos in fraganti se convierten en delincuentes confesos y nada de lo que denuncian se acepta como elemento de prueba para abrir investigaciones. Se pretende que las redes de extorsión de abogados, fiscales dedicados a la caza de brujas, o un sistema judicial corroído hasta lo más profundo, son casos aislados. Se agravia la inteligencia colectiva al afirmar que son “resabios del pasado neoliberal” ¡Ocho años después de un Gobierno ininterrumpido! ¡Tras una sustitución prácticamente total de funcionarios “neoliberales”! ¡Después de una elección directa de toda la cabeza del Poder Judicial! ¡Con un ministerio público que actuó sin límite ni control alguno!
El Estado de Derecho se prueba cuando un ciudadano ejerce todas sus prerrogativas. Lo que quiere decir ser juzgado de acuerdo a la Constitución y las leyes, sujeto a un debido proceso y con el derecho de acudir a los mecanismos que el orden constituido le provee, por muy graves que sean las acusaciones en su contra. Eso no ocurre en Bolivia, lo que demuestra que no es verdad que hayamos construido un nuevo orden más justo. La coartada de que las condiciones generales de la población son mejores no vale, porque en el ámbito de la justicia esas condiciones siguen siendo tan malas como siempre. En lo que toca a la responsabilidad política, administrativa, civil o penal por aquello que se ha hecho vulnerando la ley, rige la cantidad de poder que se tiene, repitiendo el circuito perverso de los ciudadanos de primera, segunda y tercera clase, que se ha instalado en Bolivia desde hace siglos.
El discurso no sirve, ni sirven las “razones de Estado” o los “bienes mayores” que dicen defenderse. Ormachea y Sosa prueban de modo dramático que la bonanza económica del país y un cierto optimismo colectivo, son una excelente excusa para la arbitrariedad y la injusticia.
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