Javier Mollericona Quispe había entrado al edificio, cargado de ilusiones y entusiasmo para terminar de hacer sus papeles de incorporación a la Alcaldía alteña en la que iba a comenzar a trabajar. El joven veinteañero en realidad fue a encontrarse con la muerte. José Ortiz Flores, arquitecto inspector de proyectos, tenía su oficina de trabajo en la Subalcaldía de Villa Adela, había ido a la central para verificar algunas aprobaciones. El azar le segó la vida. Seis personas murieron asfixiadas encerradas en una dependencia de la sede de la Alcaldía de El Alto; la razón, el incendio provocado por un grupo de exaltados que generó humo tóxico letal. Al estar el edificio cerrado para evitar la invasión de los vándalos que habían quemado todo tipo de objetos precisamente en el ingreso principal de la Alcaldía, las principales vías de escape quedaron bloqueadas. Los manifestantes pudieron campar a sus anchas durante mucho tiempo. Policía y bomberos llegaron tarde, cuando los hechos estaban consumados y las vidas de nuestros seis compatriotas se habían extinguido.
Lo increíble del caso es que esta cuota de horror sin límites tuvo como origen una protesta callejera por un problema de carácter burocrático, el pedido de un grupo de padres de familia referido al número de escuelas, su mejoramiento y distribución. Que una demanda de esta naturaleza sea resuelta –como casi siempre– en algarada callejera, es ya una muestra del lugar que ocupa el respeto a las leyes y a las instituciones en nuestra sociedad. Que ese hecho se haya transformado en el infierno, es a todas luces producto de la politización de la acción en el contexto de una polarización política directamente vinculada al referendo, que ha colocado al país en el innecesario trance de una modificación constitucional forzada a la medida de dos personas.
Pero estas muertes, otra vez en la sufrida ciudad de El Alto, ponen en evidencia algo sobre lo que hemos escrito varias veces. Uno de los mayores fracasos del proceso político iniciado el 2006 es que nunca se compuso un nuevo Pacto Social, nunca se consolidó una nueva ética ni individual ni colectiva. Por razones de interés político inmediato se mitificó el rol de los “movimientos sociales” y la movilización callejera (casi siempre violenta) como el camino perfecto de una democracia popular. El desorden como norma, la fuerza bruta de la presión de lado y lado como sustituto del sometimiento fundamental a una legislación cohesionadora. Un Estado que en la realidad no tiene capacidad de garantizar el orden ni de administrar soberanía en todo el territorio. Es la consecuencia lógica de una Constitución aprobada vulnerando sus propias normas y bautizada en sangre en la zona de la Calancha en las proximidades de la capital de la República.
La precaria administración de esos “movimientos” que hoy disfrazan a grupos de presión, estructuras organizadas para actividades ilícitas, o núcleos de poder gremial para obtener beneficios egoístas, han destruido todo vestigio de responsabilidad ciudadana. La teórica construcción de una sociedad que cree en la comunidad, la complementariedad y el sentido de bien común, oculta la realidad de una primitiva ley de la selva. La crítica al individualismo egoísta de “raíz neoliberal” lo que hace es eximir a la persona de sus deberes y responsabilidades básicas, aquellas que la hacen ciudadano, aquellas que la convierten en una pieza fundamental de una sociedad organizada, basada en principios, valores y normas que permiten una convivencia pacífica, solidaria, creadora y con un destino común compartido por todos.
Llevamos 10 años aturdidos por discursos y retórica revolucionaria, tenemos atragantada la palabra cambio, hoy una moneda feble sin valor alguno. Las autoridades creen que los sustantivos convertidos hoy en adjetivos como revolución, liberación o descolonización, conllevan valores en sí mismos y no es así, lo que conllevan es el aturdimiento de nuestros oídos y la consagración de una gran impostura.
Aún reconociendo los importantes pasos dados por Bolivia desde 2006, nos queda cada día más claro que lo esencial, aquello que verdaderamente garantiza la transformación está igual o peor que antes. Nuestra educación individual y colectiva es un fracaso, la que se da en los hogares, la de los colegios y las universidades, la de la práctica diaria en la calle y junto a otros ciudadanos, la relación entre Estado y sociedad, la práctica de quienes debieran enseñar con el ejemplo desde las instituciones estatales.
Las seis bolivianas y bolivianos ahogados por un humo espeso y tóxico que se pegó a sus pulmones hasta destruirlos, es la terrible metáfora de una nación atrapada en su propio fracaso histórico, el de quienes la gobiernan y en el de ella misma.
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