El problema de Bolivia no es el camino al socialismo, el problema es, por el contrario, el desmesurado capitalismo salvaje y el consumismo más desenfrenado que el país haya conocido en su historia.
Si hay algo que no se ha hecho desde el 22 de enero de 2007 es un trabajo en los valores esenciales de la sociedad boliviana. Valores que uno supondría debieran estar referidos a la idea del comunitarismo, de la complementariedad y de la armonía ser humano-naturaleza, del vivir bien, en suma.
La base sobre la que ancla el Gobierno su mirada de futuro es el desarrollismo basado en el rentismo y el extractivismo que no ha podido encontrar la respuesta que transforme nuestra matriz productiva. En este punto no hay ningún giro significativo con relación a la historia larga de nuestra economía. Esa mirada ha coincidido con tres elementos claves. El primero, el Impuesto Directo a los Hidrocarburos heredado del pasado (El Referendo de 2004 y la Ley de Hidrocarburos de 2005); el segundo, el periodo de precios altos de las materias primas más significativo y largo de nuestra historia; el tercero, el manejo macroeconómico.
Las condiciones externas e internas citadas han dado como resultado un nivel de ingresos que supera cualquier sueño que el más optimista de los economistas hubiese tenido al comenzar el siglo XXI. Pero ese nivel de ingresos ha generado algunas consecuencias importantes de subrayar. En la acción del Estado se da una combinación paradójica. El Ejecutivo comenzó a desarrollar obras importantes y muy necesarias en el ámbito de la industria, la infraestructura de carreteras, las telecomunicaciones y los proyectos sociales de electrificación, riego y saneamiento. Pero por otro lado, multiplicó casi por cinco el gasto en burocracia estatal y en obras complementarias no directamente productivas (coliseos, multifuncionales, canchas de fútbol, etc.). A la par, la administración de empresas nacionalizadas no se hizo de manera racional. La carga innecesaria de empleados en YPFB, Entel, Comibol, etc. es una bomba de tiempo que atenta contra su rendimiento y productividad, y puede producir serios problemas sociales en tiempo de vacas flacas.
Pero lo que genera las peores consecuencias es la evidencia de que no se produjo ninguna revolución moral y, por supuesto, ninguna aplicación de los principios éticos que sustentan la filosofía del ‘suma qamaña’. Hay discrecionalidad y falta de transparencia en el gasto con la lógica de los decretos de excepción y las compras directas. La renovación del Poder Judicial ha sido un desastre con ribetes de vergüenza, cuya ineficiencia, corrupción y falta de idoneidad profesional es de pavor. El prebendalismo y la descarnada negociación de espacios de poder en el seno del partido de gobierno es flagrante, y es público el hecho de que la militancia partidaria es un requisito casi imprescindible para ocupar un cargo estatal.
En las calles el escenario no es mejor. Igual que exportamos 12.000 millones de dólares, importamos 10.000 millones. El crecimiento del consumismo en la sociedad da vértigo. Buena parte de esas importaciones tienen que ver con el incremento del consumo suntuario. El contrabando campea; la ilegalidad, desde los autos chutos, hasta la venta de equipos electrónicos y ropa usada, es norma. El éxito se mide en bienes materiales, no en la búsqueda de excelencia. El comercio, el rasgo mayor de la economía mercantilista, es la actividad en la que los bolivianos nos destacamos más, en tanto la productividad, la innovación, la economía sostenible y el respeto al medio ambiente brillan por su ausencia. El sistema financiero, bandera capitalista, ha prosperado más que en todo nuestro pasado republicano. Nunca antes habíamos contado con centros comerciales de magnitud, ni nos jactábamos tanto de la llegada de franquicias como KFC, Starbucks o Hard Rock. Era impensable que la cadena CNN escogiera al ministro Arce como el modelo a seguir en el manejo exitoso de la economía, no por las características socializantes de su gestión, sino por su rigurosos apego a la racionalidad macroeconómica, una de las lecciones de oro que dejó el ‘Consenso de Washington’.
Nunca antes la gente compró tanto, nunca los precios de los bienes raíces estuvieron tan desmesuradamente altos, nunca se especuló tanto con el dinero, nunca los valores de nuestros jóvenes fueron tan materialistas. Bolivia vive una peligrosa borrachera de éxito económico, una pérdida dramática de valores, una ceguera peligrosa ante las posibilidades de una desaceleración o recesión que por ahora no se vislumbra en el horizonte, pero contra la que no hay vacuna segura. Pero por sobre todo, el país vive una curiosa bipolaridad.
Mientras el discurso oficial es pachamamista, socialista, comunitario y revolucionario, la sociedad desarrolla los peores rasgos del consumismo capitalista. El Gobierno lo sabe y parece que el doble estándar le gusta mucho.
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