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jueves, 13 de diciembre de 2012

Erika Brockmann está covencida que un miedo no se cura con otro miedo, que la corrupción se combate con la Ley y que las dudas y el daño emergente de la extorsión no desaparecerá "el desborde maloliente desde el pozo ciego del poder"


La receta de meter más miedo para combatir el miedo no resolverá el problema, ni impedirá eventuales y futuros desbordes malolientes. Soslayar este desafío significa violar el espíritu del texto constitucional, entronizar el poder del miedo, de pozos ciegos, de más corrupción y más injusticia
Hace muchísimos años, Rosa Lema D., dirigente histórica del MNR, me decía que “la política se asemejaba a una complicada y bella ciudad. Pero que, como toda ciudad, también tenía cloacas y alcantarillas”. “Lo grave —sentenciaba— era que éstas se desborden propagando su inmundicia”. Lo que intentaba decirme era que la verdadera lucha contra la corrupción pública no dependía de estridentes anuncios para “eliminarla”, sino, ante todo, de la existencia de sólidas instituciones, de la apropiación de virtudes ciudadanas, de valores republicanos y mecanismos confiables, permanentes e independientes para prevenirla, investigarla y sancionarla. Para quien, como yo, incursionaba a los 19 años en la actividad política, el mensaje fue claro y contundente.
En su extremo maloliente, esta metáfora es aplicable al escandaloso caso de la red de extorsión, cuya investigación no termina de tocar fondo y esclarecer el alcance de su tóxica presencia. Lo preocupante es que la promesa de erradicación de la corrupción planteada por el Presidente se derrumba, lastimando no sólo al Gobierno, sino también a la institucionalidad democrática y a la credibilidad de los líderes políticos de hoy y de mañana.
Lamentablemente, hay reacciones que empañan la ingrata e imperiosa tarea de esclarecer este entuerto, sembrando más dudas que certezas sobre la verdadera voluntad para hacerlo. El culpar a la CIA norteamericana, a enemigos del Gobierno o a neoliberales infiltrados para desprestigiar al Gobierno del cambio, resulta un insulto a la inteligencia de la ciudadanía. Persistir en estos argumentos, ¿después de siete años de gobierno?, es de tontos o de cínicos.
Por otra parte, amenazar con juicios a las víctimas de la extorsión, hasta ahora silenciadas por el miedo y el sentimiento de inermidad frente a los poderosos, ha sido un desatino. Igualmente censurable resulta la propuesta de crear una élite de agentes encubiertos dentro de las instituciones públicas para vigilar el comportamiento de otros servidores públicos. Ello consolidaría un régimen político policiaco. ¿Acaso no hay leyes e instituciones que deben fortalecer su capacidad de prevenir y luchar contra la corrupción? La independencia de poderes es un requisito para ello, no necesitamos de ingeniosos ni de totalitarios experimentos.
La futura ley de Organizaciones Políticas debiera obligar a partidos políticos y organizaciones con presencia en el poder público, a contar con mecanismos internos de control del idóneo desempeño de su militancia en puestos de “confianza”, así como contemplar sanciones a la estructural “tolerancia” a la presencia de corruptas redes de recaudación, más aún en ministerios eminentemente políticos como en el presente caso. No somos ingenuos, esto no ocurre sin padrinos políticos de alto vuelo. El año 2002 se impulsó, sin éxito, una norma de este alcance. Paradójicamente, ni los partidos, entonces cuestionados, ni el MAS aprobaron su tratamiento. La propuesta de “Ley de sanción a los partidos políticos por la corrupción de su militancia en servicio público”, fue gestada por la exdiputada Susana Peñaranda y repuesta por mi persona en múltiples oportunidades.
La receta de meter más miedo para combatir el miedo no resolverá el problema ni impedirá eventuales y futuros desbordes malolientes. Soslayar este desafío significa violar el espíritu del texto constitucional, significa entronizar el poder del miedo, de pozos ciegos, de más corrupción y más injusticia.
La autora es psicóloga, cientista política y exlegisladora

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